Atención a la luz del origen (sobre "La meditación soleada" de Juan Arnau)
Cultura mental para hacer presente el origen, la luz de la conciencia, el ser único de múltiples devenires.
Tan sólo quiere una cosa, la cosa más preciada: ser una mirada pura, sin nombre. Sin esperas, sin temores ni esperanzas, en la frontera donde termina el yo y el no yo.
–Czesław Miłosz
Juan Arnau lleva describiendo en sus últimos libros –especialmente en La mente del mundo y Materia que respira luz– una serie de perspectivas filosóficas con las que simpatiza. Destacan las ideas de Berkeley, Leibniz, James, Latour, Whitehead y Bohr en diálogo con el vedanta, el budismo y el sāṃkhya. Según Emmanuel Carrère, los romanos probaban dioses, con sus ritos y sus credos, como uno puede actualmente probar gastronomías exóticas. Los dioses, como los sistemas filosóficos, pueden ser entendidos como una serie de lentes, disfraces o ingredientes que colorean o dan sabor a la experiencia. Arnau, con buen apetito, prueba y sintetiza sistemas filosóficos en aras de definir una “cultura mental” con la cual encarar el elemento básico de la labor filosófica: el fenómeno, el instante de percepción, la experiencia de ser parte de la “mente del mundo”. El resultado de esto es La meditación soleada, un breve tratado que puede leerse como manual práctico sobre la percepción y el deseo como principios ontológicos, la relación entre el espíritu y la naturaleza (o la conciencia y la materia, el Puruṣa y la Prakṛtī ) y el modo de encontrar la libertad y la dicha al percibir “la presencia del origen”, eliminando las turbaciones de la mente que obstaculizan el proceso de autoconocimiento que es el universo. En otra parte Arnau ha llamado a esto “la mente diáfana”. La parte “soleada” de la meditación alude a un bañarse en la luz del origen, a dejarse atravesar por la conciencia cuyo deseo de conocimiento espontáneamente genera un cosmos (literalmente un orden, un objeto bello) para propiciar un evento de reconocimiento que se vive como una relación erótica o magnética. “En realidad, no hay que hacer nada, simplemente no hay que poner obstáculos. Dejarse atravesar por la presencia del mundo, sin memoria ni deseo”. Esta actitud contemplativa es lo que permite percibir la creación constante del cosmos y participar en la divinidad misma, que no es un ente, es una relación: “tensión, polaridad, péndulo, alternancia indetenible de lo masculino y lo femenino”.
La meditación soleada se establece sobre el eje de lo que Arnau llama la “solución india”. Desde las Upaniṣads en India hay una tradición que sostiene que existe un conocimiento que al conocerlo revela la esencia de todo lo que existe y ejerce un efecto liberador. En una versión común este conocimiento consiste en saber que el yo individual, el ahaṁkāra, es un fenómeno emergente (literalmente una fabricación); lo que realmente somos es el ātman o el sí mismo que es idéntico al brahman (la conciencia pura que produce el universo). Pero incluso en una tradición negativa (nāstika) como el budismo, el conocimiento de la naturaleza de la mente también tiene un efecto salvífico: la percepción de la naturaleza de la mente, que es llamada, paradójicamente, “no percepción” (anupalambha o amanasikāra), equivale a la sabiduría que define a un buda. Según un famoso verso de la Prajñāpāramitā: “la mente es ausencia de mente; la naturaleza de la mente es luminosa”. Aunque el budismo niega en última instancia el yo, esa misma ausencia es luminosidad, es la posibilidad de la experiencia, del surgimiento interdependiente.
En términos modernos, ese conocimiento que reclama nuestra atención es la conciencia. Arnau distingue a la mente de la conciencia y equipara a esta última con el Puruṣa del sistema dualista sāṃkhya y con la noción de espíritu (la mente substituye al alma). La conciencia no tiene contenido, está vacía, es lo que permite la experiencia. Contra lo que creen los materialistas, la conciencia no es una función del cerebro sino la condición del mundo, el fondo común de todo lo que es. La mente, en el esquema sāṃkhya de los tattvas o elementos de lo existente, es parte de la naturaleza pero precede a todos los elementos que solemos considerar como materiales. La mente filtra y capta la señal de la conciencia –que es luz pura- y la traduce en los colores de la experiencia. “Yacemos en el regazo de una inmensa inteligencia que nos hace receptores de su verdad y órganos de su actividad” (Emerson, citado por Arnau). Todo es percepción, deseo, memoria y lenguaje: no hay cosas ni sujetos sustanciales, sólo procesos o formas temporales a través de los cuales el ojo del espíritu mira. El yo es un remolino que se forma sobre el océano de la mente del mundo. Esta metáfora también es usada por Bernardo Kastrup, un filósofo contemporáneo con el que que Arnau comparte una formación científica. En el idealismo analítico de Kastrup, los individuos son sólo remolinos, patrones locales o alter-egos momentáneamente disociados de una única conciencia que es todas las cosas. Pero quizá Arnau tiene también en mente a metáfora que usa la escuela yogācāra del budismo para describir el ālayavijñāna, el almacén o substrato de la mente que guarda la experiencia temporal a la manera de semillas o inclinaciones (algo así como un inconsciente budista). Los skandhas, los procesos cognitivos que son conceptualizados como un yo, y sus experiencias asociadas, son descritos como olas agitadas por los vientos del karma, mientras que la mente en sí misma es concebida como el océano. En última instancia, cuando las turbaciones superficiales del océano se calman, la mente regresa a su estado original, puro, luminoso, intocado por la experiencia.
La solución india que Arnau presenta, muy cerca de Nisargadatta y Ramana Maharshi, consiste en desmontar la estructura mental (deseos, memorias, conceptos) que se identifica con los fenómenos secundarios del cuerpo y del ego y padece sus pasiones. Para hacer esto existen una serie de herramientas y estrategias contemplativas que calman y concentran la mente (como el mantra y la respiración) o que ayudan a crear espacio entre la cognición y los sucesos del mundo, para mirar con desapego y “saberse ser”. Con una mente clara puede entonces dirigir la atención, una y otra vez, a la luz de la conciencia, a la sensación desnuda de ser. Nisargadatta dirá “Yo soy eso través de lo cual sé que soy yo”. Pero el encuentro con la luz de la conciencia no es sólo un viaje interior, pues los fenómenos aparentemente externos también son manifestaciones de la conciencia y ocasiones para el goce del espíritu. Parte de la riqueza de la propuesta de Arnau es que se combina con una solución estética. Una meditación en movimiento, con los ojos abiertos, que vivifica el fenómeno a través de una percepción poética de la belleza del mundo. Este es el toque mediterráneo, reminiscente del encuentro de Goethe, Nietzsche y Benjamin con “la luz de Italia”, la brisa refrescante, el aliento que eleva la vitalidad y la visión, entre hileras de pinos, de la luz del sol brillando sobre el mar (la versión visible del deseo que se vuelve mundo). La meditación más que un ejercicio de trascendencia, aquí se vuelve una actitud estética de recepción e integración que honra el mágico despliegue de las apariencias trabajando el propio aparato perceptual. “Espectador de todo lo que sucede en el mundo, goza de todas las experiencias posibles, sean terribles o dichosas,” escribe Arnau. La poesía y la filosofía deben unirse, compartir una cierta mirada: “Deja que todo te ocurra a ti: belleza y terror./Sólo sigue adelante: ningún sentimiento es un error./No dejes que te corten de mi fuente./Cerca está el país llamado Vida”, escribe Rilke. Y Abhinavagupta: “¿Cuál es, dime, la realidad última absolutamente cierta? Escucha esto: ni rechaces ni aceptes, disfruta de todo sin hacer nada, tal como eres”.
El espectador puede gozar de todo tipo de experiencias porque, como el rasika, el gourmet de la literatura, sabe que lo que vive es también sólo una historia; toma la perspectiva del pájaro de plumaje dorado de los vedas que mira y no la del pájaro que come, aferrado a su objeto. Debe decirse, sin embargo, que la concepción del mundo como una obra de arte y del fenómeno en sí como deleite sensorial, también está en India (como podía esperarse). Desde el Manusmṛti, el universo es concebido como el juego de un ser supremo y en los Brahmasūtras, Bādarāyaṇa habla del mundo como “el solo juego” (līlākaivalyam) del brahman. Aunque allí el énfasis está en que el brahman, libre de toda necesidad, emana el universo como jugando, luego esto dará lugar a la idea de que el mundo es la līlā de Krishna, el sueño de Viṣṇu o la danza de Shiva. La más sofisticada expresión de esta idea nos llega a través de Abhinavagupta, el mahāsiddha que sistematizó el tantrismo de Cachemira. Para Abhinavagupta la naturaleza es la expresión del dinamismo de la conciencia, de su creatividad o energía que es divinizada como su pareja, Shakti. Tanto el mundo como el cuerpo son el lecho nupcial donde ocurre la unión de la pareja divina. Shiva es identificado con prakāśa, la luz de la conciencia y Shakti con vimarśa, que en este contexto significa el reflejo de la luz o su re-presentación, la cual contiene la capacidad de reconocer su esencia divina. El mundo y el sí mismo son el teatro de la representación que ofrece la ocasión de saberse ser Shiva. Para esta tradición, los individuos son contracciones de la conciencia ilimitada que se expresa en el mundo de las apariencias. “El sí mismo es una manifestación de la luz de la conciencia[…] una expresión de la alegría vigorosa del juego divino de su libertad. Ese uno oculta su naturaleza y ciertamente luego la revela en su plenitud innata” (Tantrasāra). A diferencia, del vedanta, Abhinavagupta salva y celebra las apariencias. Entiende que la realidad está conformada por la totalidad de las cosas y las experiencias. Los objetos físicos y lo imaginario (o lo ilusorio) son igualmente reales, pues son solo transformaciones de la conciencia. Esto también es importante para Arnau, que gusta citar a Leibniz, para quien “todo lo que se puede afirmar de la realidad es cierto”. Para Abhinavagupta, los vedas o el budismo (que estudia profundamente) tienen un cociente de verdad. Pero es su filosofía trika la que más rápido accede a la gnosis liberadora. De manera similar, Arnau armoniza y emplea sistemas que han sido acérrimos oponentes en los debates filosóficos de India, principalmente el budismo y el sāṃkhya. Siguiendo la estrategia que los budistas llaman upāyakuśala, toma un criterio pragmático: los sistemas filosóficos son sólo medios más o menos hábiles hacia la libertad. “La distinción entre verdad y falsedad sólo es pertinente en función de la libertad, de su itinerario ascendente o descendente”.
Contra Marx –y todas las filosofías que reducen crasamente la experiencia a lo político–, Arnau toma una postura contemplativa: “El objetivo de la vida no es transformar el mundo sino verlo de la forma correcta”. Verlo de la forma correcta, más que determinar qué es lo real y qué es lo falso, primero implica entender que las historias que nos contamos se vuelven los mundos que habitamos. Es esencial elegir un buen relato. Segundo, implica aguzar, amplificar o refinar la percepción para acceder a una cierta cualidad luminosa de la experiencia. Para esto es útil no dilatarse en el culto a la sociedad y su obsesión con la automejora del yo individual, esa contracción superficial de la conciencia que ocurre cuando ésta olvida su condición soberana dentro del laberinto de la mente. “La meditación soleada es una meditación de caminantes. Más interesados en el paisaje y en lo que está fuera, que en el propio yo y sus heridas”. Como también es importante no caer en el error que Whitehead llama “concretizar lo abstracto”: tratar entidades conceptuales –matemáticas o filosóficas- como entidades tangibles que determinan y legislan los límites de lo real. Este es también el proyecto de Nāgārjuna (que tiene su propia “solución india”): desmontar la perniciosa ilusión del svabhāva, de un yo intrínseco, mostrando que es lógicamente insostenible a través de una reducción mereológica. No existen las sustancias, todo surge de manera interdependiente; tanto la mesa como el yo son conceptos, elaboraciones del lenguaje y dependen de un contexto, de una cadena de relaciones. La dependencia es total “si esto existe, esto otro existe; si esto cesa, esto otro también cesa”, así hasta el infinito. También para Nāgārjuna el sentido de la doctrina filosófica es ver el mundo de la manera correcta. “El samsara y el nirvana en realidad no existen como dos cosas; el nirvana en sí mismo es la perfecta cognición del samsara” (nirvaṇaṃ ca bhavaś caiva dvayam eva na vidyate।parijñānaṃ bhavasyaiva nirvāṇam). La perfecta cognición del samsara es justamente entender que las cosas son relaciones y no entidades sustanciales (esto es lo que significa decir que las cosas están vacías).
Para Arnau, como para el budismo, perfeccionar la cognición es sobre todo un proceso de eliminación: hay que liberarse del equipaje conceptual y emocional, las trabas, los traumas, las taras, que se apilan y calcifican el yo, opacando y estrechando la cualidad abierta y receptiva de la atención. “Dejarse atravesar por la presencia del mundo, sin memoria ni deseo.” El filósofo debe viajar ligero para ver más, debe hacer espacio en su corazón. “Estando ya mi casa sosegada”, dirá Juan de la Cruz, sale al encuentro del mundo. En el caso de Arnau, lo esencial, más que refutar o negar el ego, es relajarlo y aflojarlo para que las apariencias afloren como experiencias estéticas. El yo sólo es el enemigo cuando se asume como irreversiblemente permanente. Si hace esto se condena al sufrimiento. De otra manera, si toma la identidad como una útil ficción, con distancia y desapego, puede entrar a la dimensión de la metamorfosis, de la fiesta de disfraces, del juego proteico y ser feliz testigo del espectáculo creativo del espíritu. Así podemos llegar a saber que somos parte de la “compañía teatral” del Puruṣa, cada ser una “máscara provisional que refracta un Pensamiento infinito” (William James). Kafka y Simone Weil coinciden en que perdemos el paraíso cada instante, porque somos impacientes. “Quien se deja caer por un instante en una obsesión pierde el paraíso, es perseguido, desnudo, por la espada del ángel”, dice la Weil. El apego –o la avidez y la obsesión– es el pecado de la gravedad y va en contra de la posibilidad de percibir la gracia del fenómeno (que es luz) en sí mismo, del mundo como epifanía. Se puede meditar en que el samsara es en realidad ya el nirvana (esto se llama “visión pura” en el budismo vajrayāna) y concebir todos los fenómenos como “llenos de dioses”.
En el apéndice Arnau ofrece una meditación sobre el arché griego, un regreso a las cuatro raíces de todas las cosas: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Para filósofos como Tales, Heráclito o Empédocles los elementos eran eternos y divinos. Había una continuidad entre la mente y el mundo (el logos es el fuego, el rayo gobierna, el alma se extiende por la tierra). Los elementos son el escenario de “las transformaciones cósmicas, la afinidad y la repulsión, y ellas mismas, como los elementos, dan forma a magnetismos eternos”. “Los combates y los abrazos de los elementos", escribe Octavio Paz "riman con nuestros deseos y apetitos". La materia está colmada de eros. La relación erótica entre el fuego y el agua era la base del sacrificio védico y luego lo fue de la alquimia occidental y oriental. "Agua de bocas, agua nupcial y ensimismada, agua incestuosa, agua de dioses, cópula de dioses", dice Paz. Arnau propone atender a los elementos, mirar el origen: la luz y el agua. La materia nunca ha estado muerta o desencantada. “La madera, el fuego y el que goza del fuego. El cuerpo, la mente y la conciencia.” La dicha está en ser el que goza del fuego. El espíritu es el que goza del fuego. Es capaz de vivir las representaciones del deseo como un espectáculo pirotécnico, apariencias maravillosas y fugaces. No se quema, no se hunde en los deseos, no se dilata en las cenizas que deja el tiempo. Siempre es el ojo en la flama. Va con el viento hacia la nueva experiencia, la forma que dibuja la mente en la materia.
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La naturaleza, como un anzuelo, atrae al espíritu desde el universo[…] En todos lados la naturaleza es una hechicera […] en tanto a que seduce cosas particulares con alimentos particulares, como atrae cosas pesadas por el poder del centro de la tierra y cosas ligeras por el poder de la esfera lunar, las hojas por el calor y las raíces por la humedad. A través de esta atracción, los sabios de India afirman que el mundo se halla unido en sí mismo.
–Marsilio Ficino, Sobre cómo obtener vida de los cielos
All Eternity shudder'd at sight
Of the first female form, now separate.
Pale as a cloud of snow,
Waving before the face of Los!
–William Blake
Para Arnau “debe haber una buena historia detrás del universo”. Quizá la mejor historia es la del universo como el juego de una divinidad que desea conocerse a sí misma, experimentar el deleite potencial inherente en su ser. El uno escenifica la trama de lo múltiple para poder experimentar, para poder saberse y sentir el deleite que conlleva la aventura del conocimiento. Eso es la naturaleza: la respuesta creativa a la mirada del espíritu. La naturaleza es como la novia en ciernes que reacciona a la mirada de un apuesto y enigmático extranjero, remozándose, enjoyándose, poniéndose su mejor vestido. Espera a que regrese el caballero, magnetizándolo, haciendo uso de todos sus recursos para propiciar un encuentro fecundo en el que participa la tierra entera. “La conciencia intemporal se recrea con las escenificaciones temporales de la materia y se deja seducir por ella”. El misterio original es el desdoblamiento de la conciencia como naturaleza, objeto de deseo. “La imaginación crea y observa al mismo tiempo[…] por eso se parece tanto al enlace original”, dice felizmente Arnau. La misma intuición está en Calasso: "La creación fue el mismo acto de mirar”. En la antigua teoría aristotélica y neoplatónica de la visión, la mirada era un rayo de pneuma que penetraba y se dejaba penetrar. Los ojos son la ventana del alma, pero la mirada es el océano mutuo del espíritu. La mirada implica deseo y el deseo imaginación. “La naturaleza es lo que emerge del manantial siempre presente de la imaginación” (Arnau). El deseo, que puede atar o liberar, elevar o hundir, es chispa creativa, es el vínculo entre las cosas y con el origen. Sabemos por el himno de la creación del Ṛgveda que fue el deseo lo que engendró a la mente y, en la mente, el mundo (ese teatro de representaciones). ¿Pero cómo pudo desear ese Uno que era todo? ¿No tenía que ser otro para ver y desear? Ese es el misterio, la relación entre la percepción y el deseo, entre Puruṣa y Prakṛtī. Ni el sāṃkhya ni Arnau resuelven esta tensión. Aunque la conciencia es fundamental, podemos decir desde cierta perspectiva que la naturaleza existe por sí sola; es real, no solo como el sueño del espíritu, sino como su eterno polo necesario. El ojo engendra al sol y el sol al ojo. Una ontología plural.
Una versión de esta historia aparece en la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad. En el principio sólo existía la conciencia fundamental que es la sensación del sí mismo, el Puruṣa. El Puruṣa está solo y por eso no puede experimentar deleite, pero tampoco miedo. “Es sólo de un segundo ente que el miedo viene”, dice el texto (dvitīyād vai bhayaṃ bhavati). Esto es un alivio, pero al mismo tiempo descubre que, por estar solo, tampoco puede experimentar deleite (tasmād ekākī na ramate). El Puruṣa, el ser universal, se divide en dos, en lo masculino y lo femenino. Lo femenino luego reflexiona, “como puede unirse conmigo luego de engendrarme de sí mismo”. Y entonces, dice el texto, “se oculta”. Ella se vuelve una vaca, él un toro que la persigue; ella una yegua, él un semental y así sucesivamente, miríadas de parejas. “La naturaleza ama ocultarse”, diría Heráclito, es decir, jugar a la seducción. Miedo y deleite, esto es lo que la vida implica siempre. La separación de la conciencia original, su extravío y olvido, es también la posibilidad de la redención y el significado mismo del mundo. Por esto también existe el mal: para que pueda existir el amor. Sin la multiplicación, sin la otredad –y el miedo y la tensión que conlleva– el uno no podría experimentar el máximo goce que es la unión. Según Arnau, lo divino no es el uno en sí mismo, abstracto y eterno; lo divino es la relación, el enlace original, la mirada creativa.
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"La materia está viva. Respira luz". Respira luz, absorbe la mirada del sol y se excita o inspira. La mirada de los padres traza la identidad y da confianza al niño para explorar y transformarse. Así inicia la aventura del conocimiento y del crecimiento (físico y espiritual). "La materia, además, nos interpela, solicita nuestra mirada (para existir) y refleja, como si fuera un espejo nuestras intenciones. Nos habla en el idioma que nosotros le propongamos. La naturaleza no parece ser de una determinada manera, más bien parece ser lo que queramos que sea, pues en lo que es, incluye nuestra intención, nuestra manera de mirar y nuestro lenguaje”. Esta idea es clave. Arnau parece tomarla de Bohr y del llamado “efecto del observador” de la mecánica cuántica. En cada mirada estamos haciendo teoría cuántica, colapsando la función de onda. Pero también la encuentra en Latour, quien sugiere que el conocimiento científico es un híbrido “naturaleza-cultura”. El conocimiento científico no refleja una realidad objetiva independiente de un modo particular de interrogación, de nuestros propios sesgos e intenciones. La naturaleza obedece leyes, pero esas leyes en realidad son sólo hábitos que cristalizan las formas más consistentes con las que el espíritu la interroga y le imprime su mirada (su teoría). También podría derivarse de la doctrina de la vacuidad de Nāgārjuna. La naturaleza está vacía, como un lienzo. No tiene sustancia; es una relación, surge de manera dependiente con nuestros procesos cognitivos. O de la intuición de ciertos artistas de que la naturaleza es siempre también símbolo y artificio. Para Baudelaire, "la naturaleza es un templo de pilares vivientes"que responde al hombre que recorre su"bosque de símbolos" con "miradas familiares". “Sus perfumes, sus colores, sus sonidos”, son como ecos que le responden. La naturaleza es el teatro que representa el “enlace original”, se manifiesta como analogías y correspondencia (las impresiones del cielo en la tierra). Baudelaire, como Latour, sabe que la naturaleza es siempre también cultura, está infundida de espíritu. La Prakṛtī, amante experta, dueña de una vasto gabinete de afrodisíacos, siempre dice que sí, ya sea que se le hable como científico o como poeta. Produce evidencia, datos y ecuaciones o produce mitos, sinfonías y dioses.. Es como una mujer que responde de manera distinta al lenguaje romántico de su amante: se arreglará más o menos, se mostrará más osada o elegante, más tierna o ardorosa, según se afine la mirada. En el fondo, uno sospecha que ella prefiere al poeta y se presenta ante su mirada con mayor belleza.
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¿Qué sería entonces el origen que hace presente la meditación soleada? Una respuesta sería el conocimiento en sí mismo, la autopercepción divina, el espíritu que se sabe a sí mismo, el sujeto puro, la pupila de todos los ojos. Pero, de otra manera, ¿tal vez el origen es ya una relación, la tensión entre el mirar y crear, entre el percibir y desear? El instante eterno de la creación –la eternidad enamorada del tiempo– en el que el Puruṣa mira y encuentra una forma por la que arde y, en un relámpago, sucede el universo. Eso es lo que se recrea cuando percibimos la belleza del mundo. Pero aquí de nuevo entramos en el terreno del misterio, al que la poesía se acerca más. Blake lo dice así:
All Eternity shudder'd at sight
Of the first female form, now separate.
Pale as a cloud of snow,
Waving before the face of Los!
Esta es la caída, que ocurre en el seno de la imaginación, que para Blake genera “maravilla, miedo, asombro, perplejidad”. Pero por aquello que caemos también subimos. Como sabía el autor de Las flores del mal: “Porque los fenómenos generados por la caída se convertirán en los medios de la recuperación”. Y Calasso: “Todos los símbolos son dobles; pero la serpiente es más doble que los demás. Porque trae condena y salvación.”
Y en palabras de Lorca:
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Quizá el tiempo es la persistencia de la mirada de la conciencia que se enamora de la naturaleza. El embeleso, la caricia, la caída… pero luego también, “la mirada que salva”. Como los judíos en su éxodo en el desierto que se salvaron por mirar la serpiente de bronce. El Puruṣa la está mirando. “El Eón es un niño jugando damas”, dice enigmáticamente Heráclito, “el reino es suyo”. Un niño que juega con unos guijarros a las orilla del océano y mira a alguien que se acerca. Mirar es hundirse en lo mirado. Es perderse y volverse a encontrar. Es fundar el mundo. La naturaleza es la función del deseo, su transformación en conocimiento. La mirada es el primer acto. El misterio yace allí.