Rezarle a Venus
Quizá había rezado antes. En la infancia, en ese diálogo en la oscuridad que tienen los niños con la divinidad, como queriendo descubrir un interlocutor tan íntimo como el aliento. Y hubieron, por supuesto, mecánicas repeticiones en misa y en el colegio católico. Pero la primera vez que recuerdo con clara intensidad el acto de rezar, de hacer una aspiración divina, de lanzar un "relámpago inverso" con el anhelo del pensamiento y la mirada, fue en la adolescencia, una tarde viendo a Venus en el ocaso. La estrella más brillante del cielo revelaba el significado de la belleza: es una magia que llama hacia algo invisible. La primera acción religiosa fue pedir, clamar a Venus, que en el himno órfico es llamada "la que ama la risa... la dama que todo lo conecta", diamantina dama del liaison. Y no puedo olvidar ese profundo paganismo de mi corazón. Luego descubrí que Keats hacía lo mismo, confundiendo a la estrella con el objeto luminoso de amor:
"I will imagine you Venus tonight and pray, pray, pray to your star like a Heathen."
Yo me quedaba mirando a Venus ("el niño la mira mira. El niño la está mirando"), deseando y tratando de murmurar palabras bellas, eficaces, dignas de su atención. Fue un hábito de algunos años. Lo considero como mi verdadera y más inocente devoción, el acto espontáneo de venerar a Venus, a la belleza, al espíritu celeste que desciende al mundo y lo llena de un barniz mágico. Querer ser luz y beber la luz en los cuerpos afines; lograrlo solo un poco, pero al menos querer compartir la luz. Venus es esa invitación: a un comercio luminoso, por el sendero dulce de la carne hacia las estrellas. Como Pound a los otros poetas, le decía a las estrellas: tengamos comercio, seamos amigos y beneficiémonos.
Aunque me inclino a pensar que la realidad es descrita perfectamente por Nāgārjuna y todas las cosas -incluyendo a los dioses- son sólo relaciones sin sustancia… burbujas, gotas de rocío, lunas en el agua, ciudades de gandharvas…. no puedo olvidar mi primera religión, la cual quizá sea también la última: la religión de la belleza; la belleza como sendero. Lorca dijo, con razón, que “Venus es lo profundo del mundo”. La belleza jamás podrá ser superficial, pues la piel es ya una bisagra del infinito y los sentidos son las llaves de la puerta. Lo estético no sólo es lo ético; es, sobre todo, lo soteriológico. “La belleza salvará al mundo”, dice el príncipe idiota de Dostoievski y de diversas maneras hace eco Simone Weil y quizá todos los auténtico poetas (presididos por Hölderlin). Cuando se habla de la forma y la “hermosura”, siempre se refiere necesariamente al alma moviéndose en el cuerpo; la forma aristotélica, la conexión prístina con lo inmóvil que magnetiza al mundo (las primeras en responder a Dios en su contemplación pura son las estrellas). No existe algo así como “belleza meramente material”. La belleza aparece primero en el rostro, que es la impresión celeste del cuerpo y a través de los ojos una clara prueba de que el cuerpo ha recibido el soplo, el espíritu. La belleza nunca es banal; es siempre en el fondo un telos; forma habitando y moldeando el mármol, transmitiendo la linfa de la causa formal y final, orientación hacia el jardín de rosas del que habla Elliot en sus Cuatro Cuartetos. El jardín que habita siempre en el centro del tiempo, en el punto quieto del mundo en movimiento. Venus, como principio aglutinante del cosmos, es lo que nos une con la imagen divina en el corazón de todas las cosas, que imprime lo que los antiguos llamaban el “alma del mundo”, y cuya arquitectura implica una liga particular entre un alma y una estrella.
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Este es el espíritu más puro que hay en mí: desear al cielo, amar la luz, concentrarme en la luz, en el hada madrina de todos los cielos. Por muchos años mantuve esa fascinación infantil, prehistórica, de simplemente mirar la luz. Luego descubrí que algunos de los ejercicios más elevados de meditación budista y en otras tradiciones consisten en mirar la luz. Mi interés máximo siempre fue la luz en el agua, el resplandor en las olas. Recuerdo en la infancia, a los 5 años más o menos, estar fascinado por el resplandor de ciertos granos de arena. Allí ya estaba la visión de Blake.
Ahora Venus no se ve. Está bajo el horizonte, bajo los rayos del sol, unida con Júpiter. Pero vuelvo a rezar a Venus en la tarde, mi propio ángelus, en el crepúsculo, en la hora que los antiguos llamaban la hora de los cuervos. Rezo en la oscuridad:
“Venus, venero de luz,
Venus, venero de luz
Ven a nous”.
“Invoke me under the stars.”
“I invoke thee under the stars.
May I see your face tonight,
In the sky, wishing for the light”
Esas palabras salían espontáneamente hace años.
Las palabras vienen mejor cuando se cierran los ojos, como fosfenos. Y hago lo que se debe hacer con los dioses: agradecer. Agradecer por anticipado, por su encarnación en la tierra, por divinizar la naturaleza, por llenarla de un cierto resplandor plateado, por la primavera y su ola de verdor, por el viento verde que lleva a Eros en una cuna de hojas, por la saliva de los niños, que es hoy fecunda, por la belleza de esa niña que alguna vez apareció en el mar para mí.
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“No sé trabajar el mármol ni interpretar los sueños. Mis manos no están educadas como las de Fidias o las de Leonardo. ¿Con qué puedo adorarte, oh reina celeste? No conozco el arte de la orfebrería, para ofrecerte un collar de ultramarino y un anillo de zafiro, ni soy fuerte para marchar a la guerra con tu nombre en mi frente. ¿Cómo puedo adorarte? No conozco el arte de los perfumes, los ungüentos y los aceites, aunque deseo con ardor sus deleites. ¿Cómo puedo no deshonrar tu belleza, pese a mi torpeza? Y ella me dijo: “Adórame con imágenes puras que obtengas del cielo, con palabras puras del viento entre los fresnos, del mirto y el helecho que se mece, de la rosa que es mitad ofrenda y mitad suspiro”. En cada suspiro, una ofrenda.
Ella me dijo: “Debes adorarme con himnos azules y verdes, con palabras que salten frescas como emanaciones del cariz de los días, vahos del espíritu, liturgias de las estaciones. Adórame describiendo los climas y los colores, llamando por su nombre a las piedras, a las plantas y a las flores. Y entendiendo sobre cosas sutiles: los bermellones de las mejillas, las telas finas, las medias y los recamados, el vino y los bombones. Siempre adórame con el agua y con el fuego, y con todas las relaciones de los elementos, y todos los goces y tormentos de sus fecundas conflagraciones. Recuerda que el mundo es un tálamo inmenso, pero debes aprender a percibir para poder ganarte un lugar en mi dulce templo. Las divinidades y sus regalos a los hombres son el fruto de percepciones luminosas, amorosas formas de atención”.
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Y ahora Venus, que rige la primavera, también en el sentido de ser un clima, una serie de favores celestiales y adornos terrenales que permiten que los amantes consumen su amor, finalmente cumple su pacto y nos brinda la felicidad de la lluvia en el cruento calor. Este día 22 de mayo en el que la auspiciosa gran conjunción de las dos gracias celestes, Júpiter y Venus, se sella con exactitud, yo he vuelto a creer en ella y le rezo con nuevos bríos y nuevos votos. A la dama que nos trae la brisa justa, a la reina de la risa dulce, a ella que nos hace crecer hacia el cielo gracias al placer. A ella que es toda luz, calma y voluptuosidad, a Venus yo adoro.
Imagen: Venus entrega la inmortalidad a Saturno (Tiepolo)