Sobre la muerte de Simone Weil: la apoteosis de una filósofa
Après la mort, l'amour.
— S.W.
El ātman —que el alma de un hombre tome como cuerpo todo el universo. […] Se identifica con el universo mismo. Todo lo que es menos que el universo, está sometido al sufrimiento (siendo parcial y por eso expuesto a fuerzas exteriores). Me parece bello morir. El universo continúa. Eso no me consuela si yo soy otra que el universo. Pero si el universo es a mi alma como otro cuerpo, mi muerte deja de tener para mí más importancia que la de un desconocido. […] Hace falta un aprendizaje.
— S.W.
El secreto de nuestra semejanza con Dios debe buscarse en la muerte.
— S.W.
*
Simone Weil murió hoy hace 78 años. Había estado enferma varios meses de tuberculosis, trabajando para la France Libre en Londres y escribiendo furiosamente sus Cahiers, hasta que dejó de comer. Su muerte fue declarada suicidio, pero investigaciones como la de S. Pétrement sugieren que la situación es más compleja, pues Weil había intentado alimentarse en los días previos a su agonía. Paralelamente existen indicios de que Weil se había solidarizado con sus compatriotas en la Francia ocupada y había pedido solo comer mínimas cantidades emulando las raciones que les eran disponibles. Cuando era una niña, en la Primera Guerra, Weil había dejado de comer azúcar porque los soldados no tenían. Existen reportes de médicos y amigos que hablan de un estado radiante, casi hierático en sus últimos días. Otros reportes hablan de una marcada patología mental. Todo esto ha dado lugar a las más diversas lecturas y polémicas. Weil ha sido juzgada por el tribunal de lo políticamente correcto y ha sido condenada por el crimen de no amarse a sí misma, de odiar su cuerpo, de ser del partido de la muerte y, en última instancia, haber huido de la realidad hacia una especie de subterfugio gnóstico. Algunos, más generosos, han dicho que Weil murió como una activista consagrada: de compasión o amor (aunque generalmente, de pasada, dejan una piedra envenenada, y dicen que quizá no actuó con mucha inteligencia y habría podido ayudar más de otra manera; y ciertamente no debemos tomarla como ejemplo).
No se ha mencionado, que yo sepa, el hecho fundamental de que su muerte, todo lo que le precedió y, hasta lo que sabemos, su misma agonía, está en perfecta consistencia con su pensamiento. La filosofía de Weil es, antes que cualquier otra cosa, una soteriología, es decir, un pensamiento orientado hacia la salvación, específicamente hacia la unión con lo divino. Este aspecto místico esencial en su filosofía requiere de la muerte para cobrar vida. La muerte es el momento en el que se hace posible lo que de otra forma es imposible: la actualización de la plenitud divina que colma el vacío, el universo entero como una realidad que es únicamente amor. Mientras haya apego a la vida (al individuo que existe en un cuerpo), el ego reina y niega la realidad de Dios.
Weil era la más fiel discípula de Platón. La filosofía para Platón se trata de dos cosas esencialmente: aprender a morir (Fedón 67e)1 y hacerse como dios (Teeteto 176a) 2. Ambas confluyen en el momento de la muerte, el cual podemos ver como una apoteosis. En este ensayo presentaré las ideas de Weil sobre la muerte en relación a su propia muerte —como la clave que la ilumina. Trataré de mostrar que los acontecimientos de ese día en Ashford hace ya casi ochenta años, y de los meses que lo precedieron, deben leerse bajo la luz de una filosofía que reflexionaba con creciente intensidad sobre la muerte y sobre ciertas prácticas ascéticas, de inspiración platónica y cristiana pero también hindú, pues Weil estaba especialmente interesada en los aspectos de las Upaniṣad que tienen que ver con la respiración y la obtención de una vida en los cielos de Brahma o, más aún, en la unión del ātman-brahman. De hecho sabemos que la última actividad intelectual que Weil realizó en el sanatorio fue traducir pasajes de las Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad que son relevantes a una soteriología basada en el prāṇa. Si la filosofía era para Weil un arte de vida o un ejercicio espiritual —y ¿quién puede dudar que lo era?— entonces la muerte debe entenderse como el día en el que se devela la obra o en el que se presenta el examen de fin de curso. Algo similar a lo que sucedió con Sócrates. Y aunque está más allá de nuestras facultades saber si su empresa tuvo éxito o no en su sentido último, sabemos al menos cuál era su proyecto y debemos confiar, basándonos en todo la información que tenemos y en el análisis de su carácter, que Weil intentó llevar a cabo una muerte filosófica. Así pues, en lugar de hablar del suicidio de Weil, podemos hablar de su “descreación”, para usar el término que ella misma acuñó, que se refiere a una forma de deificación o iluminación a través de la aniquilación de la parte individual del alma.
En la primera parte lidiaré con algunas polémicas y posteriormente me dedicaré a presentar sus meditaciones sobre la muerte. En la última parte consideraré los recuentos que tenemos de los últimos días de Weil, según los ha presentado su biógrafa más reputada, Simone Pétrement, y consideraré la posibilidad de que Weil haya consumado su proyecto filosófico en el instante de su muerte.
Simone Weil murió el 24 de agosto de 1943 en un sanatorio en Ashford, en Kent, Inglaterra a los 34 años de edad. La parte médica declaró su muerte suicidio por inanición voluntaria. “The deceased did kill and slay herself by refusing to eat whilst the balance of her mind was disturbed," dice este infausto pedazo de prosa forense. La frase lapidaria “did kill and slay herself” (¿por qué habría de ser necesario encontrar un sinónimo en el mismo aliento y decir algo como “se mató y se mató a sí misma”?) ha sido explotada por numerosos académicos, psicólogos, sociólogos y críticos que sienten que, aunque Weil es indudablemente brillante, debemos trazar un cerco para proteger a las buenas conciencias de su ejemplo radical. En nuestra sociedad hay dos grandes anatemas: 1)“odiar el cuerpo”, no creer que la vida, sea como sea, debe preservarse y utilizarse para aumentar el “bienestar”. Se cree esto porque no se cree en nada más; lo metafísico, lo sobrenatural, lo invisible han sido superados por las Luces. 2) Pensar que la verdad existe, que no es relativa, que no todo es una opinión, o que depende de la perspectiva única del sujeto. Ya que la verdad es un espejismo de la voluntad de poder o una falta de lente crítico, dar la vida por la verdad es algo que, aunque puede parecer bello, es ingenuo o simplemente estúpido.
Weil es rápidamente juzgada como masoquista, anoréxica, mística (en sentido peyorativo) desequilibrada, sin amor propio, enferma de una pulsión de muerte, mártir absurdo que ha muerto de una manera “inútil”. Susan Sontag nos alerta que no debemos seguir su ejemplo. “Nadie que ame la vida debe querer imitarla en su inclinación al martirio ni desearlo para sus hijos o para alguien que ama.”3 Sontag está segura que Weil no amaba la vida y se pregunta si sus admiradores realmente se han puesto a pensar en lo que significan sus ideas (las cuales ciertamente no podrían ni deberían seguir). Sontag le explica a los lectores de Weil que realmente no se relacionan con sus ideas sino que, sobre todo, se ven atraídos “por la autoridad personal” de alguien que es capaz de “ser insoportablemente idéntico a sus ideas." En otras palabras, con Weil podemos ejercer el culto a la celebridad moral. Una figura admirable pero inalcanzable y que, además, sólo nos gusta admirar a la distancia, porque, a diferencia de las celebridades de Hollywood, nadie quisiera realmente tener su vida. Sontag es el ejemplo de la a visión académica que predomina en torno a la figura de Weil. Académicos que que desde su pedestal intelectual juzgan siempre de manera sofisticada y “crítica”, enlistando sus errores, contradicciones y hasta patologías, sin asomo de pasión o idealismo (en el doble sentido del término)—, pues todos saben que las pasiones, los ideales y las creencias sobrenaturales son la muerte de la inteligencia (o del tenure).
Weil acaba siendo una figura fascinante pero irritante que, como dice la introducción a la antología Love in the Void, no debe tomarse como “un parangón espiritual”, ni para el cristianismo ni para la sociedad en general. Se deduce entonces que es una simple provocadora, alguien que nos hace sacudirnos, pero a fin de cuentas una pensadora incompleta. Hay una especie de consenso en este tipo de obras en que Weil no es un ejemplo que podamos sancionar como “sociedad”. Y en esto último —y sólo en esto tienen razón— pues Weil va en contra de la sociedad. Weil no se suicidó. Weil no odiaba la vida ni odiaba el cuerpo. Pero sí odiaba —aunque la palabra “odio” es demasiado fuerte— a la sociedad, a lo que Platón llamaba la “bestia grande y poderosa”. El dios de nuestra época sin dioses. El dios que existe como la medida del hombre, el dios hecho en imagen del ego humano. La masa uniforme que no piensa por sí misma —y por lo tanto no piensa—, sin raíces, fanática del entretenimiento, la ciencia, la tecnología y todo lo nuevo; incapaz de ver más allá de sí misma… de las sombras de la caverna. Justamente el medio por el cual lo religioso se sigue extendiendo pero sin auténtica religiosidad, como secta, como dogma, como modo de descargar la responsabilidad. Lo social “imita lo religioso hasta el punto de convertirse en uno con él, restringiendo todo discernimiento sobrernatural”, escribió Weil. La última palabra es la clave de su filosofía y es la razón por la cual su muerte nos incomoda tanto. Weil fue quizá el único filósofo importante del siglo XX en tomar en serio lo “sobrenatural” y de hacerle frente al nihilismo, no con una gimnasia verbal que apenas logra exprimir unas gotas de “sentido” existencial (alguna forma de espiritualidad secular), sino con las cosas con las que siempre se le ha hecho frente, palabras como “amor”, “verdad”, “Dios”, “sacrificio”. Palabras que para los filósofos modernos suenan sospechosas, cuando no pueriles.
La obra de Weil merece mejores lecturas y las ha tenido, sobre todo por parte de artistas y pensadores anómalos (aunque debemos rescatar la penetrante lectura metafísica del profesor Miklos Veto). Pienso en Camus, quien editó su obra para Gallimard y trabó con ella una amistad espiritual —no obstante que Weil estaba muerte—, encontrando en su pensamiento un raro antídoto contra el nihilismo. En T.S. Elliot que, en el prólogo que escribió para la versión inglesa de L’Enracinement, la califica de un “genio afín al de los santos”. Y aunque no dejaba de juzgar ciertos rasgos difíciles de su carácter, creía que los jóvenes se beneficiarían de leer a Weil en un estado de inocencia, “antes de que su capacidad para pensar haya sido destruida”, por algo así como la bestia social. O en la escritora italiana Cristina Campo, la más lúcida y fina de todas, y en su amiga María Zambrano; sus dos mejores discípulas en esa práctica espiritual que nos ha encomendado Simone Weil: poner atención. O en el poeta húngaro János Pilinszky, que se enamoró del pensamiento de Weil y aprendió francés para leerla. Y, por supuesto, en el más grande lector que hemos tenido en las últimas décadas, Roberto Calasso, para quien “Simone Weil está presente en todo lo que escribo.” Weil no es sólo una especie de ángel de los descastados y desdichados o de los lectores hambrientos de rapport con una personalidad imposible, es una de las voces principales con la que conversan, a veces secretamente, algunas las mentes más brillantes y sutiles de la cultura occidental.
En un pequeño ensayo que se incluye en Los cuarenta y nueve escalones, Calasso señala que el pensamiento de Weil incomoda a la sociedad secular. No cabe “en las habituales historias de la filosofía moderna… No: Simone Weil no ha sido un filósofo de universidad, ni uno de esos maîtres à penser petulantes y charlatanes que siguen ocupando actualmente la escena.” Weil se atreve a darle valor, valor absoluto, a ciertas palabras “entre ellas reconocemos casi todas las palabras imposibles: esas palabras tan antiguas, tan inmediatas, pero también tan manidas y desgastadas que muchos evitan pronunciar y soslayan por pudor, por miedo.” Palabras como “amor", "necesidad", “bien”, “deseo”, “justicia”, “malheur”, “belleza”, “límite” “sacrificio”, “vacío.”’ A las que hay que agregar “Dios”, “humildad”, “trabajo”, “trascendencia”, “muerte”. Son “palabras que obligan a atravesar el fuego a quien las emplea.”
Simone Weil fue extremadamente constante en su obra: se dedicó fundamentalmente a reflexionar sobre estas palabras, especialmente como las encontraba entre los clásicos de la literatura, la filosofía y la religión. No le pareció nunca necesario buscar en otra parte. Por suerte el supuesto odio que Weil se tenía a sí misma no le impidió darse cuenta del gran valor que existía en su pensamiento. En una de las últimas cartas que le escribió a sus padres habla de estar consciente de que existe en su interior un pedazo de oro macizo (aunque duda de si el mundo puede recibirlo). Y manifiesta su inconformidad con las personas que admiran su inteligencia en lugar de preguntarse a sí mismos "¿Lo que dice es verdad?" Al Padre Perrin le pide redirigir la atención y la caridad de su persona a sus pensamientos que, creía, tenían más valor. Para Weil la verdad no era una cosa que se pudiera negociar. Su biógrafa Simone Pétrement recalca que "ella habría preferido que las personas no se interesaran tanto en su vida... quería que examinaran sus ideas y se esforzaran para saber si eran verdad.” Calasso hace eco de Pétrement “nada habría enfadado tanto a Simon Weil como verse reducida a ‘devota de las buenas causas’… Así hablan de ella los que quieren eludirla e ignorarla, los que no son capaces de tratar su "alma con atención.”’ La manera de darle la atención que se merece el alma de Simone Weil es leyendo atentamente su obra, con esa mirada abierta y receptiva que se deja penetrar por el objeto y que no proyecta sus propias improntas sobre él, como ella misma definió esa atención que no es un esfuerzo muscular, que es luz, amor, oración.
En la autobiografía espiritual que Weil le compartió al Padre Perrin (en A la espera de Dios) sobresale una crisis existencial que tuvo en la adolescencia. Después de meses de “tinieblas interiores” tiene la certeza de que cualquier ser humano puede “entrar en ese reino de verdad reservado al genio, a condición tan solo de desear la verdad u hacer un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla.” Este episodio es el inicio de un compromiso de toda la vida, jusqu'à la mort, con la búsqueda de la verdad. Sobre las experiencias místicas que Weil relata en sus cartas, su amiga Pétrement comenta que no existe razón alguna para dudar de ellas, pues mentir era absolutamente ajeno al carácter de Weil. En una de sus últimas cartas, ya enferma, le dice a Maurice Schumann , “Además de aquello que se me podría permitir hacer por el bien de los demás, la vida no significa nada para mí… excepto como una espera de la revelación de la verdad.” El “bien” que quería hacer por los demás en los últimos meses de su vida se centró en su proyecto de unas “enfermeras de primera línea” que habrían de descender al campo de batalla para asistir a los soldados, a veces, incluso, para ayudarlos a morir (para ponerles atención en sus últimos momentos). Era un proyecto disparatado que llevó a de Gaulle a decir que estaba loca. Pero Simone Weil tenía en mente algo difícil de comprender para las mentes pragmáticas de la burocracia francesa: estaba pensado como un acto simbólico, una operación psicomágica, un descenso de la gracia que se oponía formalmente a las artes negras de la propaganda nazi. Dos meses antes de morir, cuando ya estaba internada en el hospital, escribe otra carta a sus colegas de la France libre, ya casi en un estado febril, como poseída (pero recordemos que para Platón, la manía venía de los dioses y era la más grande bendición4 )
Las inteligencias entera y exclusivamente abandonadas y entregadas a la verdad no son utilizables por ningún ser humano, incluido aquél en quien residen. Yo carezco de la posibilidad de utilizar mi propia inteligencia; ¿cómo podría ponerla a la disposición de {André] Philip? Es ella la que me utiliza a mí, y ella misma obedece sin reservas —al menos confío en que así es— a lo que le parece ser la luz de la verdad. Obedece día a día, segundo a segundo, y mi voluntad jamás ejerce sobre ella acción alguna.
Para Weil el libre albedrío y la autonomía como las concebimos en la modernidad son ilusiones. La única libertad que se nos concede —y no es menor— es consentir a la necesidad del mundo, renunciar a la voluntad personal. Si dejamos de actuar intentando obtener recompensas para nuestros actos, nos vamos asimilando al universo, y es él —el universo, Dios, el espíritu—que actúa a través de nosotros. Ella concibe la verdad como una realidad metafísica —inmanente en la forma de la belleza del mundo y trascendente en la forma de la sabiduría divina— que nos está velada por el apego. “La realidad del mundo es creada por nosotros a través del apego. Es la realidad del yo, transportada por nosotros a las cosas. No es de ninguna manera la realidad externa. Esto sólo se percibe a través del desapego total. Si resta un sólo hilo, todavía hay apego.” Aquí Weil tiene en mente tanto los hilos de los guṇa de la filosofía samkhya, con la cual se familiariza a través de la Bhagavadgītā, como el pensamiento de San Juan de la Cruz, uno de sus modelos hacia la “noche oscura” para la que se entrenaba. “Da lo mismo que un pájaro esté atado a un hilo delgado que a uno grueso si no lo rompe, nunca podrá remontar el vuelo.” (San Juan de la Cruz) Weil creía que el último hilo —grueso o delgado— que impedía el vuelo era el apego a la vida.
Para Simone Weil la cuestión no estaba en amar la vida o la muerte, estaba en amar la verdad o dejarse poseer por la voluntad de poder y la realidad falsa del ego. Debido a que toda nuestra experiencia está trastocada por los motivos de preservación del ego o sí (soi), la única posibilidad de alcanzar la verdad es aniquilando la parte del alma que dice “yo”, “mío”, “para mí”. Esta aniquilación —que es en su reverso una deificación— sólo puede ser completada en una muerte en la que existe absoluto consentimiento a dejar de ser. De otra manera es sumamente difícil que ese aparente desapego, aunque nos encamine a la vida espiritual, pueda consumarse, pues el ser humano por naturaleza se aferra a su existencia, lo cual es una forma de creencia en su propia inmortalidad. El ser humano en el transcurso de su vida no puede dejar de proyectar su existencia hacia el futuro. Dejar de creer en el futuro, en una existencia alternativa en la que no habremos de sufrir, nos reduce a la condición de un esclavo. Pero, por otro lado, nos aleja de la eternidad. “La muerte, un estado de presencia, sin pasado ni futuro. Indispensable para acceder a la eternidad.” Miklos Veto acertadamente señala: “Nada es más difícil que creer en nuestra propia mortalidad, porque nos permite olvidarnos de nuestra desventura fundamental, el hecho de que no somos Dios.” La vida entera es la consolación de que no somos Dios a través de los medios y artificios del ego, que usurpa la función de la divinidad. Para Weil vivimos constantemente en la amnesia de que, para que nosotros existamos, Dios ha tenido que morir, en una especie de sacrificio cósmico perpetuo. La única manera de que Dios pueda volver a ser es si nosotros consentimos morir, imitando lo que hizo él por nosotros, por amor.
Weil no se aferra a la vida, porque entiende que la luz de la vida no es todo lo que hay, hay una luz sobrenatural que está oculta: el Sol del Bien que yace más allá de la Cueva. La realidad social en la que nos movemos es una sombra. Vivimos en una realidad ersatz. Y todos experimentamos esto, el mundo que vemos está determinado por nuestros deseos, motivos y por la tensión que ejerce nuestra voluntad, el aferramiento a esa vida de nuestro ego. En realidad amar esta vida, diría Weil, es amar la muerte. Pues, como escribió Heráclito, traducido por la misma Weil: “todo lo que vemos cuando estamos despiertos está muerto.” Las cosas están invertidas si vemos con el ojo del yo y no con el ojo del alma que debe ser abierto a través de la filosofía. Cuando vemos desde ese otro ojo, sin apego, podemos percibir la belleza, que es la presencia de Dios en el mundo: todos los fenómenos en sí mismos, entonces, son avatares de la divinidad. En la muerte, aunque no en cualquier muerte, yace la posibilidad de una vida verdadera. Y sin embargo, hay una paradoja, pues no debemos de creer en una vida trascendente, pues sólo estaríamos perpetuando, aunque sea de manera sutil, el hilo del ego que nos mantiene atados al mundo. El ateísmo tiene una fuerza purificadora. Pero al mismo tiempo no se precluye hacer ejercicio de la fe, pues la fe “es la inteligencia iluminada por el amor sobrenatural”, es ya Dios que se mueve en nosotros llamándose sí mismo.
La prueba del amor, del amor divino, sólo puede hacerse con la muerte, “deseando en el vacío.” Un deseo que está libre de toda objetivización, porque Dios nunca es un objeto, y en este sentido para nosotros es una nada. Amar la verdad es lo mismo que amar a Dios porque sólo Dios, que se encuentra en la nada desde nuestra perspectiva, es real. “Amar la verdad significa soportar el vacío. Amar la verdad con toda el alma no puede hacerse sin desapego.” “No hay amor a Dios sin un consentimiento total, sin reservas, a la muerte.” El sí de la muerte es, sin embargo, también el sí de la novia que le dice sí al universo y celebra una especie de boda divina. “Con tan sólo saber desaparecer, se daría una perfecta unión amorosa entre Dios y la tierra que piso o el mar que oigo.”
“Solo la muerte es verdad”, escribe Weil, “pues la vida nos impulsa a creer que necesitamos creer para vivir”, (creer aquí significa creer en nosotros mismos). Pero “seres que, pese a la carne y a la sangre, han traspasado un límite interno equivalente a la muerte, reciben del otro lado una vida nueva, una vida que en primera instancia no es vida, sino que en primera instancia es verdad. Verdad que se vuelve vida. Verdadera como la muerte y viva como la vida.” La verdad se vuelve una realidad concreta espiritual en la que conocer la verdad es ser la verdad.
Y, sin embargo, aunque la muerte es la promesa de la eternidad y el sufrimiento “hace que el universo penetre en nuestro cuerpo” y nos presenta una realidad irreductible, no debemos desear la muerte y no debemos desear el sufrimiento. Amamos la muerte y el sufrimiento cuando se presentan, pero no los buscamos. “No debo amar mi sufrimiento porque es útil para mí, sino porque es”. A lo que Veto comenta “Ella no dice que debemos amar el sufrimiento por sí mismo; por su característica de sufrimiento, eso sería apego”. Debemos amar nuestro sufrimiento —en una forma de amor fati— “porque es la realidad en sí misma”. El sufrimiento y la belleza —que siempre conlleva alegría— son las dos experiencias fundamentales de la existencia, las dos vías hacia lo divino, que nos colocan en la presencia de algo irreductible. Cuando experimentamos la belleza no queremos modificar el objeto, reconocemos su existencia por lo que es. El reto es experimentar el sufrimiento aceptándolo con el mismo amor que se acepta al objeto bello. Si somos capaces de hacerlo, algo misterioso sucede y nos vamos purificando, como por un fuego purgatorio. El mismo fuego del sufrimiento —que se experimenta como el infierno— es el fuego dulce del cielo, un mismo “rayo de doble filo”.
Weil condena el suicidio: “Jamás desear la propia muerte.” Sólo se permite quitarse la vida “cuando hay coerción y se está plenamente consciente de esta coerción.” Pero considera que el ascetismo, particularmente el ayuno, tiene una función espiritual. No sólo porque nos permite desapegarnos de la existencia material, sino porque nos coloca en un estado de energía sutil en el cual podemos acceder a una reserva sobrenatural que se activa cuando la parte volitiva del organismo cesa. Después de leer la biografía del yogi tibetano Milarepa, Weil incrementa su interés por las prácticas ascéticas, especialmente por el ayuno, que en el yoga tibetano tiene la función de permitir al yogi hacerse más sensible a la energía sutil y alimentarse de prāṇa (o rlung), particularmente a través de prácticas alquímicas conocidas como bcud-len (o “absorber la esencia”, rasāyana en sánscrito). Milarepa famosamente vivió años en una cueva cerca de los Himalayas alimentándose solo de ortigas —hasta el punto de adquirir un color verde en la piel. Weil admira que Milarepa es “capaz de morir en su ermita” y ve en él “el fenómeno de la santidad en sí”. La experiencia del desapego a la comida y a todas sus posesiones, le permite a Milarepa experimentar los límites de lo físico, “lo irreductible.” Cuando la última posesión de Milarepa se rompe (una taza de arcilla que usa para calentar las ortigas), y tiene una epifanía, el yogi se ve “elevado más allá de los guṇas”, los hilos que lo mantienen en el mundo natural. Ahora puede vivir de la energía sobrenatural.
Weil desarrolla lo que la editora de sus Obras Completas, Florence de Lussy, llama una “teoría psicofisiológica de los fenómenos que acompañan a la gracia”. Ella reflexiona que la gracia finalmente es una experiencia que se experimenta en un cuerpo biológico, un descenso de la luz que ocurre en un ser particular “que tiene una naturaleza física y psicológica.” Se da a la tarea de entender este fenómeno y para ello estudia tanto la mística como la biología y la química. Se interesa particularmente por las plantas y la capacidad que tienen de crecer hacia el cielo utilizando la energía del sol, yendo de alguna manera en contra de la gravedad. Esta es la parte más esotérica, extraña y, para mí, fascinante de la teoría de salvación weiliana. Sólo la luz que es transformada en energía — en azúcar— a través de la fotosíntesis tiene la capacidad de oponerse a la gravedad: es una imagen de la gracia divina y del movimiento del alma hacia Dios. La imitación de las plantas nos acerca a la divinidad. Weil se pregunta, “¿por qué no es posible para el hombre, en lugar de descomponerse en una síntesis orgánica de minerales u energía mecánica, pasar a otro orden, en algunos casos, a energía radiante? (Las historias de los yogis que hacen crecer las plantas, alquimia”). En sus cuadernos de Londres, Weil escribe con luminoso furor sobre el fuego y el agua, el pneuma y el espíritu. Considera que en el semen humano y en la clorofila existe un enlace del fuego y el agua, una conjunción de los opuestos. Hace apuntes sobre alquimia y “yoga respiratorio hindú”. Se pregunta:
Il n’y a qu’une faute : ne pas avoir la capacité de se nourrir de lumière. Car cette capacité étant absente, toutes les fautes sont possibles. (OC VI 2, p. 320-321)
“Sólo hay un defecto: no tener la capacidad de alimentarse de luz. Cuando está ausente, todos los defectos son posibles”. Sin este alimento puro se pone en marcha la concatenación del deseo y el apego que es la misma materialidad (y la gravedad). Y nos regala una hermosa imagen, que encuentra también en la cosmología del Timeo que presenta al ser humano como una “planta celeste”, y en el árbol cuyas ramas caen hacia la tierra como estrellas y cuyas raíces están en el cielo que se menciona en las Upaniṣad y en la Gītā.
L'arbre de vie, c'est l'axe des pôles dont les fruits sont les astres. Qui mange le soleil vivra. Qui mange la lumière vivra.” (La connaissance surnaturelle. p 245)
Sólo “quien coma sol vivirá. Quien coma luz vivirá.” ¿Pero cómo comer luz, como propiciar la gracia celeste? Sólo a través de la muerte como culminación de un proceso místico-biológico, a través del cual se disuelve la estructura falsa del yo, la parte carnal del alma que está atada al mundo de aquí abajo, en el agua, para inducir un nuevo nacimiento en el espíritu (que es pneuma, prāṇa, fuego). Weil cree que podemos obtener nuestro alimento de una fuente inconcebible. “Convertirnos en nada hasta el nivel vegetativo, es ahí donde Dios se convierte en pan.” El pan es el ton arton hēmōn ton epiousion, el alimento sobrenatural o supraesencial (epiousion) del Padrenuestro, el pan que lleva “la semilla del sol”.
“Debemos quebrar la vida en nosotros, morir y ser agua otra vez”. En este estado de mortificación que emula el nigredo alquímico, debemos “desear la luz solar del pensamiento con toda nuestra alma, y entonces el análogo espiritual de la virtud clorofílica aparece en nosotros, y la energía que viene del Sol espiritual, se une con el agua de nuestro ser para constituir nueva vida.” Se hace entonces el macrocosmos en el microcosmos.
Se trata de un bautismo, “en el agua y el espíritu” y de una operación alquímica que resuena tanto con la alquimia hindú y taoísta como con la alquimia hermética occidental. Hace eco además de la filosofía estoica y de la creencia antigua, que se encuentra también en Aristóteles, de que la vida se origina de la interacción entre el fuego y el agua (o el calor y la humedad). De alguna manera también el estado divino del alma se origina de esta conjunción de los opuestos.
Weil utiliza otra imagen. Si estamos abiertos a la presencia de lo divino, en algún punto del trayecto Dios acude a nosotros y coloca una semilla en nuestro interior. Es un grano de oro —que Weil compara también con la granada que Hades le da a Perséfone— que madura en nuestro interior sin que hagamos nada, siempre y cuando no dirijamos nuestra atención a las cosas del mundo. Se requiere que estemos vacíos, para que así de alguna manera penetren los rayos germinadores. La semilla del "amor divino" crece y se convierte en un árbol "donde se posan los pájaros" (¿el ātman?). Este árbol de alguna manera nos permite ir al encuentro de Dios y es, asimismo, el árbol de la redención, la cruz en la que Jesús es crucificado. El texto místico alegórico titulado “Prólogo”, publicado en La connaisance surnaturelle, podría ser una referencia a un evento así, en el que la divinidad colocó su “semilla” en ella.
Paralelamente a sus especulaciones sobre una ciencia sobrenatural, en los últimos días de su vida Weil se dedica a estudiar y a traducir del sánscrito las Upaniṣad. Tiene un atisbo luminoso: el pneuma de los estoicos es el mismo que el prāṇa hindú. Ahora bien, pneuma es la palabra griega que luego fue traducida por “espíritu”, tanto para referirse al cuerpo espiritual del que habla San Pablo como al Espíritu Santo (Pneuma Hagion). Weil además entiende que la idea moderna de “energía” es una nueva versión de este concepto del pneuma. El círculo se cierra, porque para Weil pneuma es “el espíritu de la verdad —el soplo de fuego de la verdad, energía de la vedad— y al mismo tiempo Amor.” Cabe recordar que en la metafísica intertrinitaria cristiana, el Espíritu es la relación misma entre el Padre y el Hijo, la circulación de amor de la perichoresis divina. Y podemos añadir que también entre Dios y la creación, pues el espíritu desciende en “lenguas de fuego” en el Pentecostés. El espíritu es vida, pero la vida que es verdad: vida eterna.
Uno de los últimos pasajes en los que trabaja Weil —según los editores de las Obras Completas, el “último texto al que le mete mano”— se encuentra en la Gran Upaniṣad del Bosque (Bṛhadāraṇyaka). El pasaje habla de una especie de competencia entre diversos elementos que son dioses, incluyendo el viento, el fuego, el sol y la luna. Se trata de ver cuál es el dios que no cesa, que no desparece. Evidentemente en el contexto de la muerte. “El viento es un dios que no cesa jamás”, dice un verso. El sol mismo se eleva y se mueve gracias al viento. El capítulo acaba con esta prescripción: “Es por ello que se debe practicar una sola regla. De verdad se debe inspirar y expirar pensado: ‘Qué la muerte, que es el mal, no me alcance.’ Hace esta práctica, la realiza hasta el último momento. A través de ella se une a la divinidad y habita en su dominio”. Se trata obviamente de una forma de yoga respiratorio que es, como la filosofía platónica, un “aprender a morir” para “hacerse como dios”.
Hay otro pasaje relevante en la misma Upaniṣad, caro a Simone Weil. Lo copió en la portada de sus cuaderno, lo cita en numerosas ocasiones y lo tradujo en sus últimos apuntes. Es la oración que se leía (y que probablemente se lea todavía) a las personas que van a morir en India:
vāyur anilam amṛtam athedam bhasmāntam śariram
om krato smara kṛtam smara krato smara kṛtam smara
Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad 5.15.1
“El aliento vital [se une] al viento inmortal, y el cuerpo es ceniza [en su final]/ Tú que actúas, recuerda lo que haz hecho…”. La editora encargada del “Domain Indien” de las Obras Completas nos dice que Weil era consciente del yoga upanisadico en el que “El soplo (prāṇa), fuente de energía, es a la vez el medio y el fin de esta práctica de unión (yoga) entre la criatura y la divinidad.” Sabemos que los últimos días de Weil fueron dedicados a la lectura de textos sánscritos y es particularmente ominoso que los pasajes anteriores estaban en su mente antes de morir.
Con todo esto me parece razonable pensar que Simone Weil intentó poner en práctica lo que podemos llamar la esencia de la filosofía. Algo que se encuentra tanto en Platón como en el pensamiento hindú (y budista) y en el cristianismo (en la forma de la imitatio dei) y en el gnosticismo (que también le interesaba). Weil es la filósofa que se toma la filosofía, en su sentido original, literalmente; y esa es su grandeza. Es decir, esa persona que cree que no hay nada más noble que amar la verdad, ni siquiera amar la vida. Es la filósofa que es capaz de creer en las palabras de los filósofos griegos e indios y dejarles que hablen por sí mismos, de sentarse con ellas, de masticarlas, de llevarlas a sus últimas consecuencias y dejarse transformar por el conocimiento. No podemos saber el resultado de su “prueba filosófica.” Pero no cabe duda que fue fiel a las palabras de su maestro Platón: “En verdad aquellos que practican filosofía practican la muerte.”
Antes de concluir entremos en el terreno espectral de la hagiografía. Quizá aquí muchos ya no puedan seguirme, pero me parece que es más fructífero —y más noble e interesante— depositar fe en un espíritu de una belleza extraordinaria como el de Simone Weil, y abrirnos a la posibilidad de que su muerte fue, simplemente, la feliz consumación de su filosofía de la gracia divina. ¿Por qué no? Si alguien acaso lo merece es ella. No un suicidio, sino una iluminación.
Pétrement escribió sobre su aparente decisión de no comer (o no comer casi). “Parecería que ella solo quería obedecer y aceptar; quería no tener voluntad… Puede haber pensado que una entrega total a lo que uno juzga como bueno puede tener efectos extraordinarios, milagrosos.” Uno de los doctores que la vio antes de morir le dijo a Pétrement que Weil ”parecía haber alcanzado total desapego sabiendo que iba a morir.” ¿Acaso no nos dicen el budismo y el hinduismo que el total desapego es la iluminación, la vacuidad, la unión con la realidad? Su amigo, el filósofo Gustave Thibon, describe su último encuentro, más de un año antes de su muerte: “Sólo me queda decir que tuve la impresión de estar en la presencia de un alma absolutamente transparente que estaba lista para reintegrarse a la luz original”. El ministro Maurice Schumann, una de las últimas personas en visitar a Weil, dijo que la filósofa “parecía emanar el soplo mismo del espíritu.” Yo quiero pensar que el soplo vital de Weil, al morir, se unió al “viento inmortal”, a la deidad cuyo cuerpo es el universo y cuya energía es deleite eterno. Me la imagino saliendo de la noche oscura que fue su vida y atravesando —en sus palabras—una “agonía perfectamente pura y perfectamente amarga” en la que el sí mismo “desaparece en el estallido-fulgor de perfecta alegría… Uno siente en esa alegría que, si creciera más, ya no podría soportarla sin estallar. La alegría es cosa de Dios, perfecta y pura, y hace estallar a un alma finita como una pompa de jabón.”
Bibliografía:
Simone Pétrement Simone Weil: a life, Pantheon Books (1976)
Weil, Simone La connaissance surnaturelle, Éditions Gallimard, 1950
Perrin, Joseph Marie and Thibon, Gustave, Simone Weil as We Knew Her, Psychology Press, 2003 .
Weil, Simone Ecrits de Londres et dernières lettres, Éditions Gallimard, 1957
Weil, Simone Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu. Gallimard, 1962
Weil, Simone Oeuvres Complètes Tome IV, Volume 2, Écrits de Marseille Gréce-Inde-Occitanie, Gallimard 2009
Weil, Simone Oeuvres Complètes Tome 6, Volume 2 septembre 1941- février 1942 La science et le impensable, Gallimard 1997 (OC)
Weil, Simone Oeuvres Complètes: Tome 6, Volume 3, Cahiers (février-juin 1942) La porte du transcendant, Gallimard 2002 (OC)
Fotos: Unism
“En verdad aquellos que practican filosofía practican la muerte.” τῷ ὄντι ἄρα, ἔφη, ὦ Σιμμία, οἱ ὀρθῶς φιλοσοφοῦντες ἀποθνῄσκειν μελετῶσι
“Por lo tanto debemos de escapar este mundo a la morada de los dioses tan pronto como podamos y escapar es volvernos como Dios.”
Artículo de 1963 en el New York Review https://www.nybooks.com/articles/1963/02/01/simone-weil/
“Nuestras más grandes bendiciones nos llegan a a través de la locura" ta megista ton agathon hemin gignetai dia manias. Fedro 244a